miércoles, 23 de julio de 2014

Guerra en Mesoamérica: Táctica, estrategia y ritualidad

Armando Joyuén Lau
Humberto Luyo Serrano
UNMSM

La guerra es una actividad fundamental en el desarrollo y control económico-político de las civilizaciones mesoamericanas. Las sociedades precolombinas de Mesoamérica desarrollaron una compleja tradición militar en su formación cultural y jerarquización social, así como la expansión y consolidación de sus estados. Este elemento clave en la constitución de estas culturas guerreras está vinculado de forma muy estrecha con su cosmovisión y religiosidad. La influencia de la ritualidad y el nivel de desarrollo de su aparato militar se verían enfrentados ante la venida de los conquistadores con una forma distinta de hacer la guerra, lo cual llevaría a la postre a su caída y dominación. Las sociedades pre-estatales y los estados requieren de ejércitos, y que esta institución cuente con una estructura y formación que permita cumplir su funcionamiento para su preservación o para la consecución de sus objetivos e intereses.
La problemática y las cuestiones planteadas alrededor de este problema son: ¿Cuál era el carácter de las guerras en Mesoamérica? ¿De qué forma se configura y se rige la práctica militar con la guerra ritual? La cuestión central de este trabajo radica en torno a la existencia o ausencia de una concepción estratégica y táctica por parte de las culturas mesoamericanas y conocer la relación entre el carácter ritual de la guerra en Mesoamérica y sus costumbres con la concepción estratégica y táctica. Asimismo, nos proponemos analizar el rol de la guerra en la conformación de la cosmovisión de los pueblos indígenas y su ordenamiento social.
Si bien, la antigua Mesoamérica estaba comprendida por una gran diversidad de etnias y culturas, nos enfocaremos en el análisis de los aztecas, de los cuales hay mayor documentación al ser el imperio hegemónico en la América Central para la llegada de los españoles. Las ciudades-estado o los imperios tiene características propias y particulares y no puede asumirse una continuidad (Hassig, 2007, p. 33); pero aún así se puede reconocer la presencia y la difusión de rasgos esenciales compartidos en cuanto a su nivel de desarrollo, cosmovisiones y tradiciones.
El estudio de un tema como el de la guerra en Mesoamérica presenta una alta complejidad por varios aspectos: es un área geográficamente enorme y con gran diversidad cultural. Es por eso que requiere analizar los conflictos que se han ido desarrollando entre las diferentes sociedades a lo largo de su devenir (Cervera, 2011). Pues a pesar de que varias de las culturas mesoamericanas tienen rasgos generales comunes o similares, no se puede pasar por alto sus particularidades y elementos distintivos, por lo que no se puede asumir que la forma de hacer la guerra o sus consideraciones con respecto a la misma fueran iguales.
Para comprender el nivel de desarrollo y organización de la actividad bélica es necesario conocer los medios empleados por los pueblos mesoamericanos en sus enfrentamientos (armamento, equipamiento, uniformes, etc.), sus formas de organización y ejecución, para a partir de ahí reconocer si se regían por el establecimiento de criterios tácticos y estratégicos; y si la ritualidad de la que estaba imbuida su concepción de la guerra constituía realmente un obstáculo para su desempeño o no.

1.     Táctica, estrategia y ritualidad
Desde la antigüedad, la guerra ha sido parte del proceso de desarrollo y caída de los pueblos en contextos tan distintos y lejanos. La historia militar en el teatro mesoamericano se remonta efectivamente a tiempos lejanos:
Las armas y las fortificaciones ofrecen un panorama más amplio de la guerra mesoamericana; los ejemplos abundan y reflejan la participación masiva. Dicho desarrollo refleja tipos y capacidades militares y, además, circunstancias políticas más generales. No los encontramos antes de que hubiera en Mesoamérica guerra sistemática, que se dio solamente tras el establecimiento de las comunidades. La acumulación de bienes llevaba aparejada la necesidad de defenderlas, lo que permitió el surgimiento de dirigentes poderosos. En efecto, la evidencia de guerra formal más antigua de México, de hace 3 000 años, muestra a los dirigentes asociados con la captura de prisioneros (Hassig, 2007, pp. 33-34).
En este capítulo abordamos de forma inicial la problemática en torno a la relación entre la guerra con la ritualidad y su influencia en la conducción y la realización de la misma. Comenzamos resumiendo un balance de las principales tendencias en la forma cómo se ha abordado los estudios realizados en torno al tema de la guerra para conocer los derroteros que han marcado la investigación sobre el particular. Es importante definir y aclarar lo concerniente con la estrategia y la táctica; para luego profundizar en el carácter religioso de la guerra en sociedades tan militaristas como los aztecas.

Fuentes
Ciertamente, las crónicas se encuentran entre las principales fuentes escritas sobre las culturas con las que se encontraron los conquistadores. Fueron escritas por diversos autores que tuvieron un lugar de excepción como testigos durante el proceso de la conquista, desde Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, hasta varios individuos desconocidos o anónimos; así como religiosos, como Bernardino de Sahagún o Diego Durán (Bueno, 2012). Estos relatos ofrecen invaluable información y describen con detalle diferentes aspectos sobre la guerra azteca, sus armas y sus trajes, y permite hacernos una idea del desarrollo de las contiendas. Las crónicas también se interesaron por recoger la memoria de los indígenas, además de las obras de los primeros escritores mestizos, Tezozomoc, Ixtlilxóchitl o Chimalpahín.  
Otra fuente importante son los códices o libros pictográficos donde los aztecas y otros pueblos mesoamericanos registraron su historia, su economía o su religión. Varios de estos códices fueron quemados por los predicadores, quienes los consideraron idólatras, de manera que son muy pocos los que evitaron ser destruidos. Después de la conquista, se mandaron a hacer nuevos códices con el fin de preservar la memoria de los pueblos sometidos. Muchos de los códices a los que se hace referencia proceden de los tiempos de la colonia, algo evidente por la inclusión del elemento de la escritura occidental. Entre los códices más destacados tenemos el Mendocino, el Magliabecchiano, el Lienzo de Tlaxcala, entre otros.
Los aportes de la arqueología están marcadas por diversos avatares, debido principalmente a dos razones: la poca preservación de varios materiales debido a que el clima en Mesoamérica no favorece su preservación; y la ausencia de los cuerpos de los caídos en el campo de batalla, debido a la costumbre de recoger a los muertos. Sin embargo, existen restos de materiales que no son perecederos y que constituyen vestigios que pueden dar luces sobre los diversos sistemas de armamento empleados por los aztecas y otras culturas. En estos años también está cobrando importancia la implementación de la arqueología experimental y la reconstrucción de armas que permiten probar la mecánica y el funcionamiento de estos implementos.
La iconografía plasmada en las diversas obras artísticas son una fuente sumamente importante pues representan diversos aspectos de las sociedades antiguas (Cervera, 2011). La guerra está inexorablemente presente, y no es extraño encontrar escenas de enfrentamientos donde se perciben detalles como la vestimenta, el armamento y otros detalles plasmados de forma visual en varios monumentos escultóricos y artísticos (Cervera, 2008). Asimismo, otras facetas de la vida cotidiana y religiosa como las ceremonias, representaciones de dioses, rituales, objetos suntuarios, también se hallan representadas.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que si bien los monumentos de conquista son comunes en Mesoamérica, no siempre son precisos históricamente, debido al interés de establecer un relato oficial por parte de quien lo erige. Hay que entender que se trata de una versión, basada en la perspectiva de una de las partes implicadas en el conflicto; se puede destacar u omitir el papel de determinados individuos; o sucede que pueden dar cuenta de victorias que no existieron. Esta información registrada puede resultar contradicha al ser contrastada con otros tipos de fuentes. Además, es raro que los líderes políticos den cuenta de sus derrotas o fallas (Hassig, 2007, p. 33). En cierta medida, la historia es contada por los vencedores.
Estado de la cuestión
A pesar de haber tenido algunos avances, el estudio de la guerra en Mesoamérica en general ha permanecido estancado por los enfoques teóricos con los que se ha tratado el problema y el escepticismo que suscitó considerar a estas civilizaciones como pacíficas, sobre todo a sociedades anteriores al Posclásico como Teotihuacán o los mayas (Cervera, 2011, p. 34). Pero las explicaciones han cambiado, más por la inclusión de otras perspectivas que en razón de nuevos descubrimientos (Hassig, 2007, p. 33).
Hay que señalar que los estudios militaristas mesoamericanos sufren de una bipolaridad que daña su equilibrio. Podemos distinguir dos tipos de enfoques que han predominado en los investigadores que han trabajado con respecto a la guerra y que marca las dos principales perspectivas sobre el tema: a) una propuesta simbólica, exaltando el asunto de la guerra como la tradicional forma de capturar prisioneros para el sacrificio y todo lo que en ello pueda representar a sus dioses; y b) la que la aborda desde aspectos más humanos y no tanto los divinos (Cervera, 2011, p. 28). Esta segunda línea (cuyo precursor principal es el norteamericano Ross Hassig y seguida por investigadores como Marco Antonio Cervera o Isabel Bueno) permite distinguir una multiplicidad de factores que permiten reflejar la complejidad de un fenómeno como es la guerra y que ejerce una notoria influencia actualmente.
La guerra mesoamericana no está fundamentada solamente en factores religiosos, sino que plantea la guerra en Mesoamérica desde una perspectiva compleja y sus vinculaciones con la política, economía, religión y arte. Quienes la llevan a cabo son humanos y requieren de entrenamiento, armamento y estrategia logística. Es precisamente dentro de esta perspectiva donde encontramos el verdadero futuro de las investigaciones sobre militarismo en Mesoamérica (Cervera, 2011).
En la última década se ha tratado de aplicar los métodos y sustentos teóricos de la Arqueología Militar (conocimiento del fenómeno bélico a través de sus restos materiales y documentos). Esta nueva disciplina comienza a cobrar importancia en México. Recientemente se han dado congresos e investigaciones de la mano de nuevas generaciones de arqueólogos e historiadores. En esta disciplina el investigador debe de estar bien fundamentado en la teoría antropológica e histórica ya que la tendencia es que, solo desde una perspectiva multidisciplinaria se puede se puede avanzar hacia nuevos descubrimientos. 
Las nuevas investigaciones y metodologías, como la reconstrucción de armas, están llevando a los investigadores a un conocimiento más certero de los ejércitos prehispánicos (Cervera, 2011), lo que agrega el componente de la experimentación para comprobar las cualidades y características de elementos de los cuales solo se dispone una descripción o representación gráfica. Sin embargo, aún falta impulsar y desarrollar más esta práctica.
Cervera (2013) alude al término de guerra compleja como una forma de aproximarse a este fenómeno a partir del análisis de sus elementos que permita comprender el espectro de aspectos que abarca:
Desarrollar los componentes de la guerra compleja en las sociedades mesoamericanas ampliaría el conocimiento que tenemos de ellas de una forma holística; pues abarca aspectos tan dispares como la estrategia, la logística, poliorcética, ideología, estudios concretos de arqueología experimental sobre armas, alimentación, entrenamiento, mercenarios, el papel de la mujer en la guerra, la religión, el arte. (pp. 36-37)
Hoy se reclama una actuación multidisciplinar para enriquecer e impulsar los estudios mesoamericanos y así ofrecer una visión general y optimista del estado de la cuestión sobre la guerra en Mesoamérica, apoyándose en las fuentes escritas y arqueológicas que esclarezcan los diferentes aspectos de la práctica guerrera como manifestación cultural en un contexto social determinado. Son los nuevos enfoques y perspectivas, de la mano de la mirada de distintas disciplinas ofrecen nuevas luces acerca de un aspecto tan importante como la guerra.
Es importante tener una definición más o menos clara de lo que es la guerra. Carl von Clausewitz, el teórico clásico de la guerra, constituye un referente esencial para entender el fenómeno de la guerra. Al respecto,  Clausewitz (1977) nos dice: “La guerra es, pues, un acto de fuerza para obligar al contrario al cumplimiento de nuestra voluntad” (p. 28). La imposición de la voluntad por sobre la del contrincante persigue una serie de objetivos determinados, cuya naturaleza no se riñe con el entendimiento de la política. Recordando que la guerra es concebida por Clausewitz como la continuación de la política a través de un acto de fuerza, es decir, que persigue una finalidad y objetivo en función de intereses de diversa índole (p. 51). Así, la aplicación de la acción de fuerza constituye un medio que debe perseguir un fin específico.
En cuanto a su naturaleza, corresponde a una actividad cultural, es decir, que atañe únicamente al hombre (Cervera, 2011, p. 15). Por tanto, trasciende el fenómeno de la violencia y está imbuida de un alto grado de organización, preparación y ejecución, así como todo un sistema de motivaciones, significados y valoraciones. Su avance se ha venido dando junto con el desarrollo de las sociedades. En consecuencia, en aquellas sociedades donde su desarrollo es más claro, también la guerra se ve cada vez más estructurada, tanto en sus objetivos como en los elementos necesarios para su buen desarrollo (Cervera, 2011, p. 15).
Dentro de su concepción, la dirección de la guerra se divide en dos acciones completamente distintas: la disposición y dirección de los combates, los cuales deben ser ligados para conseguir el fin de la guerra, es decir, la táctica y la estrategia (Clausewitz, 1977, p. 147). Es decir, si se trata de hacer una distinción sugiere que la táctica es el uso de las tropas en el combate; y estrategia es el uso de los combates para el fin de la guerra.
La estrategia está ubicada en un nivel más general, pues se dedica a lo que es la planificación, la distribución de fuerzas y de recursos. Es necesario que se sepa conformar la guerra al objeto que se persiga y los medios con los que cuenta. De esta forma, los combates deben estar orientados para cumplir el objeto de la guerra, debe establecerse un fin que corresponda al objeto de la misma (p. 253). Ésta parte de la teoría y en el campo debe aplicarse en circunstancias particulares.
La estrategia determina el lugar, el momento y las tropas con en que se debe combatir, es decir, que influye efectivamente sobre el desarrollo del combate. Y después de la táctica ha librado el combate, su resultado, triunfo o derrota, pasa a depender de la estrategia, la cual debe hacer de su uso para el fin de la guerra pueda hacerse.
Por su parte, la táctica corresponde a un nivel más focalizado, relacionado con el combate, cuya estructura es de índole táctica (Clausewitz, 1977, p. 25). Viene a ser una serie de acciones que tienen lugar en éste en relación al uso de los medios de los que se dispone durante la lucha, de manera que el desempeño de las unidades tenga un factor determinante con los efectos acordados por los estrategas en el campo de batalla. La táctica está relacionada con la efectividad de los combatientes en el enfrentamiento con la fuerza contraria, y su resultado debe contribuir al cumplimiento del objetivo trazado por la estrategia.
Táctica y estrategia están inexorablemente vinculadas, una dispuesta para la realización de la otra; y ambas en función de un fin mayor. Estos criterios contribuyen a una mejor comprensión de las sociedades y las motivaciones que impulsan determinado modo de acción porque, como veremos más adelante, de lo contrario podemos incurrir en tergiversaciones o explicaciones que distan de ser correctas o que resulten insatisfactorias.
Sociedades tradicionales de origen antiguo están basadas y constituidas en buena medida en torno a las creencias religiosas. Y dejar de lado este aspecto nos puede llevar a una incomprensión de la misma. Y en el caso de los diferentes pueblos y culturas en Mesoamérica, la ideología impregnaba cada actividad de la sociedad, incluyendo la guerra. La religión y la ritualidad constituyen así no solo parte del modo de vida de una sociedad determinada, sino también una forma de comprender el universo y los fenómenos que se suceden en el mundo.
El ordenamiento del cosmos estaba sustentado por un equilibrio simétrico, en el que las cosas divinas y terrenales se involucran en una balanza de esencias determinadas por la geometría cósmica, es decir, la distribución del universo y en qué espacio habitan los seres sobrenaturales y los que representan la naturaleza misma. Varios investigadores consideran que detrás de las diferentes culturas en Mesoamérica comparten la misma esencia, la cual se mantiene a lo largo de los siglos, y que lo que varía de una a otra son sus formas de expresión. Algunos aspectos esenciales, cambian, evolucionan y se transforman; o se pueden mantener. Es por eso que al revisar la religión de los aztecas se puede recoger parte de la tradición de otras culturas que los precedieron, con ciertas salvedades y particularidades que distinguen a un pueblo.
La cosmovisión mexica es sumamente complicada y refleja todo un sistema de ordenamiento y mantenimiento del equilibrio en el mundo. Los aztecas tenían todo un panteón de dioses, con una intrincada serie de atribuciones y simbolismos. Resulta muy significativo que Huitzilopochtli, dios patrono de los mexica, esté asociado con la guerra que impregnará la vocación y orientación de su sociedad y estado militarista.
Una de sus peculiaridades radica en la práctica extendida de los sacrificios humanos, de los cuales los cronistas españoles dan cuenta de estos sangrientos ritos desde el proceso de la conquista. Si bien este aspecto está presente en otras zonas y localidades de la región, la masividad y espectacularidad a la que llegaron estos rituales sangrientos por parte de los aztecas no tiene parangón en el resto de Mesoamérica. El sacrificio ritual no es una exclusividad de los aztecas, pero estos llevaron su práctica a otros niveles.
La extracción del corazón está entre los rituales más conocidos. Cervera (2008) da una breve descripción del procedimiento:
Era un grupo de seis sacerdotes especializados, quienes participaban del ritual del la cinco sacerdotes, que eran conocidos como los chalmeca, “ayudantes”, mantenían a la víctima encima de la piedra de sacrificio. Cada uno sujetaba una de las extremidades de la víctima, un quinto, la cabeza; todo ello con el objetivo de que la víctima no se moviera y también para mantener el pecho en una posición propicia para la extracción. Un sexto, mucho más especializado, llevaba a cabo el acto de extracción con un cuchillo de pedernal y no de obsidiana, como generalmente se ha pensado. (p. 270)
Después de la deposición del cuerpo del sacrificado, se procedía con la antropofagia ritual. Los sacerdotes se comían las extremidades, algo que era exclusivo de estos. También practicaban la automutilación, mediante la aplicación de cortes o pinchazos en diferentes partes de su cuerpo para producir sangrado como ofrecimiento a sus divinidades.
¿Qué motivaba la realización de estos ritos? ¿De qué forma su sistema de creencias consideraba que el delicado equilibrio del cosmos debía mantenerse sacrificando grandes cantidades de víctimas? Dentro de la cosmovisión azteca, los dioses se sacrificaron por los hombres, y mediante el sacrificio se mantenía la armonía en el universo para evitar las desgracias. También se realizaban en la celebración de ocasiones importantes.
Por otro lado, algunas explicaciones sugieren el interés del estado mexica de intimidar a sus rivales y afianzar su dominio político. Es importante considerar el sacrificio dentro del marco de la política imperialista azteca, la cual rentabilizó el éxito de la guerra a través de las ceremonias públicas como la fiesta de tlacaxipehualiztli, una de las más importantes del calendario, donde se desplegaba toda su propaganda y ostentación de su poder (Bueno, 2009b, p. 186). En otras palabras, la sacralidad de los estos ritos no excluye la búsqueda de motivaciones más pragmáticas, pues el estado lograba beneficiarse de esta parafernalia.
Tanto la religión como la guerra son actividades constantes en la vida de los pueblos. Y en el caso de Mesoamérica, ambas estaban en una íntima relación. La guerra era considerada un acto sagrado con un discurso ideológico que la justificaba y fomentaba como un medio para demostrar la supremacía de su dominio. Así, se consideraba que la confrontación bélica con otros pueblos buscaba la obtención de prisioneros para que fueran sacrificados.
Los factores ideológicos estaban ligados en gran medida con las guerras rituales. Sin embargo, la guerra es un acto que si bien está imbuido de un carácter sacralizado, aislarlo de los intereses políticos y económicos resulta en una concepción reduccionista de ésta. De ahí que pueda persistir una imagen muy difundida de que la religión por si sola explica el desarrollo de la guerra.
¿Cuál es el rol que cumplía la religión en la guerra entre sociedades y estados? Si bien su mejor comprensión requiere de un trabajo más exhaustivo y amplio, se puede afirmar con toda certeza que su explicación a partir únicamente de este aspecto no hace justicia a la complejidad del fenómeno que se estudia, y es conveniente encontrar las causas que la impulsan en intereses concretos y que están relacionados en buena medida con intereses políticos y económicos que se expresan en los beneficios obtenidos a partir de las guerras. Es por eso que cabe concordar con la afirmación de considerar Mesoamérica como un territorio en guerra (Bueno, 2007).
La pugna entre poblaciones en torno a un mismo nicho ecológico parece ser la explicación más razonable. Contrario a una visión idílica de la coexistencia pacífica entre gobiernos y gobernados, la contraposición de voluntades y deseos deviene eventualmente en un conflicto armado en el que los diferentes bandos buscan establecer su supremacía sobre los demás. Sobre los beneficios de la guerra, ésta distribuye a gran velocidad logros, sobre todo tecnológicos; dinamiza economías; encumbra a los pueblos que favorece; alienta una dinámica de jefes carismáticos para gobernar; propicia que las estructuras de poder de los vencedores se hagan más complejas y  uniformiza a los pueblos que quedan bajo su poder. Además la guerra parecía impulsar el desarrollo del comercio mediante la organización militar, proporcionándole protección y ampliando los espacios donde comerciar y la diversidad de materias y productos (Cervera, 2013, p. 39).
El enfoque excesivamente ritualista contribuyó a generar una percepción de muchas sociedades de la antigua Mesoamérica como exentas de tener intereses o de trazarse objetivos más pragmáticos, como si se tratase de una forma excepcional al resto del mundo. Sin embargo, varios elementos no son ajenos a la realidad mesoamericana, donde había también hombres que gestionaban la política y la economía recurriendo a los dioses para justificar sus propios intereses y ansias de poder (Cervera, 2011). Asimismo, esta exaltación del factor religioso como conductor exclusivo del desempeño de los ejércitos indígenas ha llevado también a lecturas erróneas que contemplan el aspecto ritual como un obstáculo para su desempeño óptimo como fuerza combatiente; y por lo tanto como explicación de su derrota y sometimiento ante la llegada de los conquistadores. Como bien señala Hassig (2007):
Sin embargo, esos patrones y prácticas de guerra aclaran poco acerca de sus motivos que, como es de esperarse, fueron diferentes entre los imperios y las ciudades-Estado. Las religiones mesoamericanas podrían dar motivos para la guerra, pero no las convierten en mandato divino. La religión iba de la mano de la política, justificaba la guerra y azuzaba las movilizaciones, pero rara vez las provocaba. (p. 38)
Por otro lado, resulta también peligroso caer en el extremo opuesto de desligar la guerra de su carácter fuertemente sagrado, sin entender cómo la cosmovisión y la religiosidad de las culturas mesoamericanas valoraban y entendían la labor guerrera.  Es cierto que las campañas militares de tipo ritual tenían su inicio en el campo de batalla, pero el momento cumbre se situaba en las diferentes ceremonias rituales posteriores al conflicto y capturas de prisioneros. El calendario incluía gran cantidad de fiestas relacionadas con el mundo militar y sus triunfos en armas, que eran las que más notoriedad, porque en ellas el Estado desplegaba una parafernalia ceremonial y religiosa en la que participaba la comunidad que daba continuidad a la campaña militar, antes y después de las batallas, no necesariamente algo exclusivo en las guerras floridas.
En los rituales previos a las batallas podemos ver:
-      Cuando nacía un niño, se le predestinaba para la guerra. Mediante un ritual se le cortaba el cordón umbilical, se le amarraba este a una flecha y se le enterraba, en representación de la  preservación  del niño para la guerra.
-    Durante los preparativos para una campaña militar, si se deseaba entrara en conflicto, parlamentarios de ambos bandos se daban cita. El embajador agresor entregaba presentes al rival, los cuales consistían en pomada blanca de albayalde, plumas, escudo y flechas para la guerra, y si el embajador retado se mostraba dispuesto a hacer la guerra, entregaba un bastón con navajas de obsidiana o macuahuitl y un escudo decorado.
-     Durante las fiestas de Xiuhtecutli, dios del fuego, se elegían los mejores guerreros para  pregonar las intenciones de guerra a los enemigos.
-     En el mes de Ochpantiztli, durante el ritual a favor de la diosa Toci, se les entregaban armas y divisas a los jóvenes guerreros que nunca había hecho frente en el campo de batalla, a manera de graduación. Se iba delante del señor Tenochtitlán, formados, armándose como verdaderos guerreros, acompañados de sus  respectivas madres llorosas, pues sabían que con este ritual sus hijos estaban obligados a ir a la guerra cuando se les necesitase.
-     Durante la fiesta del mes de Quecholli, durante cuatro días se dedicaba a la fabricación de armas para la caza y la guerra, en especial flechas. Se danzaba, y al final, cuando se terminaba la jornada se emprendían auto sacrificios con las puntas de las mismas armas que fabricaron. Esta fiesta estaba dedicada a Huitzilopochtli y a Mixcóatl, deidad de la caza. Algunas puntas se ofrecían en el Templo Mayor.
Sin embargo, esta dicotomía entre guerra ritual o de conquista puede resultar algo esquemática. Consideramos que es importante entender la guerra dentro del contexto de formación y consolidación de los estados. El desarrollo y la difusión de patrones culturales que se propagan en tiempos de paz se ven acelerado y propiciado en contexto de guerra. La expansión militar y de la hegemonía de los imperios impulsó significativamente ese proceso y, además, incrementó el prestigio de los conquistadores. El patrón de difusión e integración cultural de Mesoamérica se relaciona claramente con la historia de sus expansiones militares (Hassig, 2007, p. 33). Y como veremos más adelante, muchos de los criterios para la invocación del carácter ritual van a buscar sacar provecho para el cumplimiento de sus intereses.

2.     Desarrollo del armamento en Mesoamérica
En este capítulo, se desarrolla la forma como se configura el tema de la guerra en la antigua Mesoamérica a partir de diferentes aspectos que comprenden la estructura militar. El propósito es conocer cómo la actividad bélica responde a planteamientos tácticos y estratégicos, así como el efecto de la religiosidad en su desenvolvimiento.
Como vimos anteriormente, la excesiva preponderancia del factor ideológico religioso al estudiar los asuntos militares ha dado mucho peso al rol de la obtención de victimas para el sacrificio como motivación de la guerra. Esto contribuye a suposiciones que asumen que la estrategia azteca estaba únicamente supeditada a este propósito; o que el armamento estaba diseñado para herir más que para matar.
Una inquietud que quiere abordarse con mayor profundidad es si existió un planteamiento táctico definido durante las batallas. Para esto es necesario conocer los sistemas de armamento, la existencia de unidades específicas y su papel durante el combate para reconocer y establecer los patrones (Cervera, 2011, p. 21). Existe bastante información sobre la guerra a lo largo de toda la historia mesoamericana, lo que nos permite conocer su práctica y condiciones y lugares determinados a través del tiempo.
La guerra era practicada por las sociedades del Clásico y los estados militaristas del Posclásico, pero nadie ha alcanzado el nivel de sofisticación y complejidad de los aztecas. Como señala Cervera (2011): “El adiestramiento de los ejércitos está relacionado con una serie de conocimientos, aspectos técnicos e incluso asociados directamente con el grado de avance tecnológico de las sociedades, así como un factor determinante: el modo cultural de hacer la guerra. Este último factor puede incluso determinar el desenlace de un combate” (p. 19).
Para hacer una revisión de las armas empleadas por los mexicas y en buena medida compartidas a lo largo de la región, se las ha divido en ofensivas, diseñadas para herir y matar al enemigo; y las defensivas, que deben proteger al usuario y reducir su vulnerabilidad. El factor tecnológico influye innegablemente en la forma como se desarrollan los conflictos, y su progresión responde a una dinámica en la que se produce el desarrollo de medios ofensivos que promueven la adopción de innovaciones defensivas más desarrollados, y así sucesivamente. Esta carrera armamentística se ha dado también en Mesoamérica, dando origen a una amplia variedad de instrumentos cuyo propósito pasa de la cacería a una labor más específica que es el enfrentamiento armado. Y este cambio en el armamento determina también la forma en la que se combate (Cervera, 2011).
Pero un arma no debe ser estudiada por sí sola sino en relación con su empleo táctico en combinación de otras y el desarrollo de los sistemas de armamento. La diversificación del armamento conlleva a la formación de unidades especializadas que cumplen un papel al momento de entablarse una contienda. Esto nos lleva a  comprender dos conceptos más: el de las unidades específicas y el de los planteamientos tácticos (Cervera, 2011, pp. 19-20).
Ross Hassig (2007) ofrece un resumen comprensivo del desarrollo del armamento de guerra en la antigua Mesoamérica:
Un milenio antes de nuestra era, los olmecas ya habían desarrollado mazos, a los que añadían  lanzas, parecidas a las jabalinas. Luego vinieron las hondas, hacia 900 a.C., que permitían atacar desde distancias mayores. Para 400 a.C. ya se usaban grandes escudos rectangulares que acompañados por las lanzas contenían eficazmente el impacto de los mazos y las hondas.
La siguiente innovación fue el uso en Teotihuacán de escudos más pequeños, que se usaron en el antebrazo y permitían a los lanceros mayor movilidad. Los lanceros iban acompañados de otros soldados, con escudos rectangulares más grandes, quienes blandían sus atlatl o lanzadardos, lo cual sugiere que eran unidades especializadas que se apoyaban mutuamente, organización que requería de un mayor número de fuerzas.
Al hacerse necesaria una defensa contra las armas punzantes, hacia 100 d.C. aparecieron los cascos de algodón acolchado, y para 400 d.C. ya había armaduras completas de algodón. No en todas partes se usó esta armadura, tal vez por su alto costo, y porque en muchos lugares se luchaba aún con lanzas. En el área maya también éstas cambiaron: se aumentó la superficie cortante de las lanzas más pequeñas, insertando navajas, con lo cual se convirtieron en armas que se empuñaban. En la zona maya las armas siempre fueron más variadas que en el Altiplano Central.
Con la decadencia de Teotihuacán desapareció su armamento, para resurgir, modificado, entre los toltecas. Éstos, de manera más acorde a su estilo de combate con mayor movilidad, protegían el brazo y el hombro derecho con algodón acolchado, que era una protección más económica y ligera, y lo complementaban con escudos en el antebrazo. Añadieron navajas a sus mazos curvos y los transformaron en una especie de espadas cortas, que usaban junto con los atlatl, mientras avanzaban; más tarde los cambiaron por espadas para el combate cuerpo a cuerpo.
Después de los toltecas ya no vemos semejantes armas, tal vez porque desde el norte se introdujeron al Centro de México los arcos, hacia 1100 d.C. Los arcos y flechas aventajaban a las hondas, y pronto aparecieron y dominaron los campos de batalla nuevas armas: anchas espadas de madera y las lanzas parecidas a las alabardas, todas con navajas de obsidiana en ambos bordes. Estas armas, más mortíferas, eran complementadas con escudos y chalecos de algodón acolchado, que protegían el tronco y además permitían gran movilidad.
Las armas de impacto, como mazos y hachas, se volvieron menos efectivas al aparecer las armaduras y fueron remplazadas por armas de mano más largas y ligeras, cuya función era cortar, más que golpear. Después de los toltecas, con el desarrollo de armas más mortíferas (arcos y flechas, espadas de madera y lanzas con navajas de obsidiana), eran complementadas con escudos y chalecos de algodón acolchado que protegían el tronco y además permitían gran movilidad.
Sin embargo, las armas más sofisticadas no fueron adoptadas por todos. Las armaduras de algodón eran muy caras y sólo las empleaban los imperios, que proveían de armas y armaduras a sus combatientes. No se trata de mera generosidad: los equipos uniformes reflejaban un entrenamiento centralizado, un énfasis en el combate mediante unidades y una estructura de mando formal –todo lo cual se reflejó en una milicia mucho más eficiente.
Los soldados de las ciudades-Estado, en cambio, eran dueños de sus armas y armaduras, lo cual les hacía más eclécticos; el combate era más individualizado. Las unidades que existían se reunían alrededor de los nobles, de los cuales dependían los plebeyos en su vida cotidiana. Si bien estas unidades guerreaban, coordinar a los jefes nobles de igual condición era un problema y disminuía su eficacia.
Los imperios encabezaban las innovaciones militares y dichas innovaciones se extendían con su expansión. Un imperio en expansión muy probablemente armaba a los ejércitos más avanzados de sus tiempos, aunque nunca los igualaran en armas; lo que les daba ventaja era, sobre todo, su superioridad en organización. (pp. 34-36)
Éstas pueden dividirse a su vez en armas portables para el combate cuerpo a cuerpo y las arrojadizas para alcanzar objetivos a distancia. El despliegue combinado de estas armas disponía su empleo en el campo de batalla en secuencias establecidas: inicialmente el uso de armas de largo alcance para debilitar al enemigo, y luego enviar las fuerzas de choque para el enfrentamiento directo.
A partir de diferentes esquemas buscan incapacitar o matar. Existen armas cortantes, punzantes, contundentes o una mezcla de las anteriores. Inicialmente predominaba el uso de armas de impacto, que producían traumas severos por la fuerza del impacto, como mazas y porras de diversas formas (Bruhn, 1986, p. 41). Sin embargo, luego darían paso a las armas cortantes más largas y ligeras con la colocación de piedras de obsidiana de 5 cm de largo en los bordes para dotarlas de bordes filosos. Así, surge el macuahuitl, un arma larga y sólida  empleada desde inicios del Posclásico Tardío, usado generalmente por buena parte de Mesoamérica, incluyendo grupos como los mixtecas, tarascanos, tlaxcaltecas y otros (Cervera, 2006, p. 139). Comúnmente es asociada con la espada o la macana, aunque Cervera (2006) sostiene la peculiaridad de esta arma debido a sus características morfológicas y empleo, no es comparable a alguno de estos artefactos (p. 128).
Se mencionan dos tipos: las alargadas con 70-80 cm de longitud; y otras más recortadas de 50 cm (denominado macuahuilzoctlh). Por otra parte, Bueno (2012b) menciona que existían dos tipos de macuahuitl: el de 70 cm que el guerrero llevaba junto a un escudo y otro más grande, de unos 150 cm que se utilizaba con las dos manos (p. 39).
La estructura del macuahuitl era de madera, posiblemente de roble (Hassig, 1988, p. 83); aunque no se tiene certeza del tipo. Un proyecto de reconstrucción del que da cuenta Cervera (2006) se cuestiona acerca de las características que podría haber tenido. Una madera pesada es más resistente, pero presenta menos estabilidad, lo que hace que requiera el uso de ambas manos. En cambio una más liviana y flexible que ofrecería un manejo más fácil.
La amalgama usada para sujetar las piezas de obsidiana era una clase especial de resina, generalmente de una planta llamada tzinacancuítlatl o “excremento de murciélago” (Cervera, 2008, p. 227). Resulta complicado esclarecer las dudas con respecto a su elaboración, ya que no queda prácticamente ninguno original.
Acerca de su capacidad destructiva, existen relatos de los efectos de esta arma en las crónicas. Lo que se puede constatar es el filo notable que presenta. Sin embargo, uno de los principales problema sería el de la durabilidad de las hojas. Un impacto muy fuerte puede producir, dependiendo de la fuerza del impacto, que las hojas de  obsidiana se salgan del mango de madera o su quiebre. La eficacia del corte del macuahuitl se vería limitado por el elevado desgaste. Es de suponerse que de tener un uso extenso, habría una producción dedicada a la reparación y refacción de estos. Cervera (2011) sugiere que su poder residía en las lascas de obsidiana que dejaba incrustadas en el hueso del herido y con ellas una infección o hemorragia mortal.
Los teputzopilli eran armas largas a modo de lanzas usadas tanto para clavar como para cortar gracias a sus filos de obsidiana a lo largo de los bordes de madera (de forma similar al macuahuitl), por lo que eran comparables a una alabarda. A pesar de parecer un arma arrojadiza, estaba diseñada para el combate cercano, aprovechando su longitud para mantener a distancia al contrincante.
Los proyectiles siempre fueron importantes pues permitían atacar desde distancias mayores. Con el desarrollo de las armas arrojadizas, el campo de batalla se amplía en su extensión. Entre las armas de largo alcance se encuentran las lanzas arrojadizas, parecidas a las jabalinas.
El arco (tlahuitolli) y la flecha (mitl) habría sido introducido tardíamente desde el norte al Centro de México por el 1 100 d.C. por los grupos chichimecas en el Epiclásico o el Posclásico Temprano, es decir, fueron una innovación en el armamento sin parangón hasta aparición, por esa misma época, del macuahuitl (Cervera, 2008, p. 259).
El arco se fabricaba de una madera dura, especialmente fuerte y flexible. La cuerda debía poder soportar la tensión del arco. Podía estar hecha de cuero preparado, aunque comúnmente se usaba fibras de plantas. También se usaba nervios de animales y pelo de ciervo hilado (Bueno, 2012b, p. 38). Debido al impacto de la cuerda al momento de ser liberada, era necesario que el arquero protegiera su brazo izquierdo con una manga larga de piel fresca de venado o de cuero para recibir el golpe.
Con respecto a la flecha, lo usual era el uso de caña para hacer el astil, pero también podía ser de madera. Existían varios tipos de punta con una forma especial. Comúnmente eran de sílex, pedernal, obsidiana o de cobre; y en las costas usaban también de espinas de peces (Bueno, 2012b, p. 38). En su mayoría, producían heridas mortales o cuya extracción era extremadamente difícil pues se internaban en la carne debido a su forma. Cerca del extremo final, se colocaban plumas en forma de espiral para producir un movimiento de rotación que permitiera estabilizar la flecha y darle más fuerza en la penetración.
Para poder cubrir la necesidad de proyectiles, las diversas culturas tenían centros de producción para fabricar la cantidad necesaria de flechas. En la época azteca, los arcos y de flechas eran fabricados en días especiales marcados en el calendario ceremonial en talleres especiales ubicados en el patio en el templo del dios de la guerra, Huitzilopochtli.
Las flechas eran transportadas en un estuche suspendido en el dorso o carcaj, de manera que el arquero pudiera sacarlas rápidamente. Según las fuentes, un tirador podía disparar hasta veinte flechas por minuto (Bruhn, 1986, p. 38). Esto permitía una rápida frecuencia de disparo y colocar sobre el enemigo un gran número de flechas.
Estos aventajaban a las hondas por su capacidad de penetración y de producir heridas a una distancia considerable (Hassig, 2007, p. 34). Su tamaño, material y demás características podían variar dependiendo de las regiones, tribus y nivel de cultura, y los recursos disponibles en el área. Los aztecas siguieron usando hondas (tematlatl) elaboradas con fibras de ixtle extraídas del maguey con piedras pulidas en forma esférica para obtener más estabilidad con un proyectil de proporciones más regulares. Las piedras podían alcanzar 100 metros de distancia (Cervera, 2011).
Entre las armas arrojadizas más importantes destaca la estólica y tiradera, conocido como el atlatl. Esta peculiar arma consistía en un mecanismo de madera que, a modo de palanca, permitía al operador arrojar un proyectil tipo dardo o flecha grande que era colocado en un extremo. Esta herramienta se convertía en una extensión del brazo del tirador, prolongándolo y aumentando la fuerza con la que era lanzado, así como el ángulo del arco formado por el movimiento del brazo. Esto permitía alcanzar distancias de más de 45 m, llegando a un extremo de 74 m al ser arrojadas por un lanzador no experimentado. Asimismo, al aumentar la fuerza de lanzamiento, se lograba una mayor eficacia, ya que permitía doblar la potencia de penetración de los proyectiles en comparación con un lanzamiento manual (Cervera, 2008, p. 226).
Cierto tipo de armas y equipamiento estaba restringido a determinado tipo de combatiente. Dentro de la jerarquía militar azteca, la diferenciación de esta condición estaba relacionada con el armamento empleado. Los plebeyos usaban hondas o arcos y flechas, armas relacionadas con la cacería y cuyo empleo era más sencillo. Sin embargo, estos tenían mayor alcance que el atlatl, que requería una formación especial para su manejo. Pero a pesar de su menor efectividad, aún se mantenía como un elemento propio de los guerreros de categoría superior. Algunos llevaban decorados y estaban recubiertos con planchas de oro, para uso ceremonial o del gobernante.

Figura 1. Diversas armas usadas por los aztecas:
1. Atlatl (lanzadardos) 2. Tematlatl (honda) 3. Quauholloli (maza)
4. Macuáhuitl 5. Tlahuitolli (arco) y mitl (flecha)
6. Tepuztopilli (lanza con hojas de obsidiana)
A la par de las armas ofensivas se hace necesario el desarrollo de medios de protección para contrarrestar o disminuir su impacto. Así, la creación de nuevas armas produce el surgimiento de innovaciones defensivas, y viceversa. Por su parte, las armas defensivas pueden ser de dos tipos básicos: pasivas, las cuales están integradas al cuerpo, como corazas, petos, cascos, etc.; y las activas, las cuales son portadas y empuñadas por el combatiente. Los escudos, los cuales están en constante movimiento para mantener protegido en todo momento al guerrero que lo sujeta. Los guerreros aztecas se defendían con armaduras, cascos y escudos realizados con materiales adaptados tanto al clima, como al tipo de armas que utilizaban.
El escaupil o ichcahuipilli era una prenda rellena de algodón y reforzada de diferentes tamaños para proteger el mayor o menor medida el cuerpo. Era tal su resistencia que podía aguantar el impacto de  muchas de las armas del arsenal de los ejércitos mesoamericanos (Bruhn, 1986, p. 44). Esta armadura se llevaba sola o debajo de los tlahuiztli o trajes de guerreros, dependiendo del rango de éstos, y podía completarse con protecciones para los brazos y los muslos realizados en el mismo tejido (Bueno, 2012b, p. 40).
Los cascos o cuatepoztli eran fabricados de madera o de cuero, y también de algodón, con ornamentos encima. Podían tener la forma de cabeza de animales que llevaban puestos las diferentes órdenes militares en función de su animal o ente representativo como los jaguares o las águilas. Las bocas están abiertas, mostrando los fuertes dientes, por lo cuales se asoma el rostro del guerrero (Bruhn, 1986, p. 35).
Existían varios tipos de escudos. El más característico era el chimalli, de forma redonda con un diámetro de 20 a 75 cm, hecho de cuero, con cañas sujetas con fibras, y una suerte de falda de cuero o de tela con mosaicos de plumas, con símbolos, heráldica y animales preventivos (Bruhn, 1986, p. 45). Estaba diseñado con una gran variedad de motivos vinculados a los rangos militares y a los atributos mismos de los dioses (Cervera, 2008, p. 231).
Figura 2. Códice Mendoza, folio 67r


3.     Guerra y conflicto en Mesoamérica
Además de la construcción de un aparato y una estructura militar, la experiencia de combate y la capacidad combativa de los guerreros aztecas contemplaba el uso de tácticas y maniobras diversas. Claramente, eran capaces de disponer formas de aprovechar a su favor elementos cruciales como la superioridad numérica, el factor sorpresa, el engaño, la obtención de información de inteligencia, espionaje, etc. así, podían tender emboscadas y hacer ataques sorpresa, fingir retiradas para lugar enfrentar al enemigo en una posición ventajosa (Hassig, 1988, p. 103).
Generalmente las batallas libradas durante el día y desistían antes del atardecer (Hassig, 1988, p. 95). Esto debido a que la noche limita la coordinación y movimiento de gran cantidad de tropas. Es por eso que se efectuaban redadas nocturnas solo con unidades pequeñas (como el caso de los mixtecas, zapotecas y otomíes). Los aztecas efectuaban asaltos nocturnos solo contra blancos cercanos o con los que estaban familiarizados, y no en campañas distantes pues desplazarse en la noche acarrea el riesgo de desorientarse y perder la dirección del ataque.
También vemos el uso de espías para recabar información. Mucha de ésta era proporcionada por comerciantes que se desplazaban a lo largo del territorio, y que ponían lo que podían averiguar a disposición del imperio. Incluso, la muerte de un comerciante o embajador era tomada como razón suficiente para declarar la guerra, y en ocasiones incitada de forma deliberada para contar con justificación para emprender una campaña militar.
En cuanto a los móviles que desencadenan los conflictos, hay dos tipos de contiendas con características propias y que responden a criterios especiales. Las principales guerras eran emprendidas con propósito de conquista, es decir, para la incorporación de nuevos territorios y poblaciones mediante la fuerza. La guerra fue el motor fundamental del estado mexica para desarrollar el vasto y poderoso imperio, y el uso de la fuerza también se empleaba para sofocar levantamientos o como retaliación contra alguna afrenta (Hassig, 1988, p. 95).
Más que recurrir al uso mismo de la fuerza, el predominio de los aztecas se basaban en gran medida de la percepción de su poder. Esto permitía disuadir muchos intentos de rebelión o alzamiento contra su dominación, así como la dispensación de sus recursos militares que podían ser reservados para otras operaciones. La dosificación del uso del poderío militar y ahorro de recursos también están presentes en el sostenimiento de la hegemonía mexica.
A pesar del carácter altamente sacralizado de la guerra, ésta no se puede desligar de sus objetivos materiales, pues quienes las promueven y apoyan poseen intereses políticos y económicos. En el caso de los aztecas, el establecimiento de su hegemonía y la ampliación de su sistema tributario los llevaba a recurrir a la guerra constante contra sus vecinos. La ausencia de tierras cultivables y el deseo de controlar las rutas comerciales y sus monopolios serían motivos fundamentales para estado de guerra permanente (Bueno, 2006, p. 255).
De esta forma, los aztecas logran constituir un poderoso imperio cuyo dominio se extendía a lo largo de los territorios que comprendían la denominada Triple Alianza. Sin embargo, aún persistían algunos pueblos independientes del control azteca, dentro de los cuales destacaban los Tlaxcaltecas.
¿Eran capaces los aztecas de derrotarlos? ¿De ser así por qué no se encontraban sometidos? La explicación clásica sostiene que necesitaban mantener enemigo del cual pudieran proveerse de prisioneros para los sacrificios humanos. Otros aluden al desinterés por parte de los aztecas de someter a un pueblo cuyo sometimiento sería problemático mientras no los consideraran un interés. Sin embargo, resulta poco plausible pues Tlaxcala figuraba como un obstáculo para asegurar la estabilidad del imperio vulnerando las rutas de comercio, así como incitando a otros pueblos a oponerse al poder de Tenochtitlán. Bueno propone que de haber contado con más tiempo, los aztecas habrían mantenido una guerra de desgaste hasta hacer sucumbir a los Tlaxcaltecas. Sin embargo, la llegada imprevista de Cortés cambiaría el escenario del juego, y la situación de disputa sería aprovechada a su favor.
Figura 3. Códice Mendoza, folio 64r

La guerra de conquista azteca contrasta con la guerra florida. Los combates aparecen como el medio de presión de los mexicas para llegar a sus fines; como disponen generalmente de una superioridad numérica y tecnológica, pelean hasta que el enemigo se someta a sus exigencias. Entre tanto la guerra es total, se extermina el enemigo, se apodera de sus bienes o los destruye, se queman los pueblos y los campos de cultivo, hasta que el adversario pida piedad (Baudez, 2013).
También conocidas como xochiyáoyotl, eran un tipo de enfrentamiento de tipo ritual de un carácter y una modalidad distinta a la cocoltic yaoyotl o guerra de conquista. Consistían en luchas pactadas entre fuerzas de menor proporción, donde el objetivo principal era la captura de la mayor cantidad de enemigos, los cuales serían destinados para su sacrificio. Aquí el enfrentamiento era más directo y predominaba el combate cuerpo a cuerpo, pues se buscaba demostrar la capacidad y habilidad de los guerreros.
Si la práctica de la guerra florida existía con anterioridad a que los aztecas obtuvieran la hegemonía política, ¿por qué se mantiene que en el reinado de Moctezuma I es cuando se crean? Bueno sugiere que podría darse el caso de que durante los aztecas reactualizaron su práctica, pero adaptándola a la nueva ideología política y conservando parte de su puesta en escena. Precisamente, aquélla que ponía en valor al estamento militar frente al resto de la sociedad, que era reafirmado con las recompensas y distinciones que el gobernante realizaba en ostentosas ceremonias públicas, donde el pueblo podía revivir y compartir el éxito de la batalla. De esta manera el supuesto objetivo de obtener prisioneros por imperativo religioso cobra una dimensión política (Bueno, 2009a, p. 16).
Los aztecas van a instrumentalizar las guerras floridas para sus propósitos de ejercicio del dominio, aspecto que es explicado por Hassig (1988). Al ser un enfrentamiento de proporciones menores, requiere de una cantidad menor de efectivos y de recursos, en comparación con una campaña de conquista. Esto permitía seguir ejerciendo presión sobre sus enemigos, principalmente sobre los tlaxcaltecas, además de servir como entrenamiento para sus guerreros, quienes lograban obtener los méritos para sus ascensos en estas contiendas rituales. De esta forma, podían controlar la repercusión del resultado, pues las pérdidas sufridas también van a ser menores, y aun así.  Es así que los aztecas incorporan tácticas de la guerra de conquista como el uso de flechas y proyectiles como en la guerra contra Chalco durante el reinado de Moctezuma Ilhuicaminay por el año 1450 (Bueno, 2009a, p. 14).
 Con el transcurso de los años, las guerras floridas en su estado puro llegaron a transformarse en verdaderas guerras de conquista. En palabras de Bueno:
A la pregunta de cuáles eran los objetivos de las guerras floridas, hemos visto dos respuestas. La «clásica» que sostiene que eran encuentros rituales, para obtener cautivos que se sacrificaban a los dioses y mantener así el equilibrio cósmico y que, además, servían para que los nobles pusieran en práctica todo lo aprendido en la escuela militar. Y los que observan motivaciones más «prácticas» con un claro trasfondo político y económico. Un punto de vista que nosotros compartimos y que completamos con otros que, si bien terminaban formando parte de la política del régimen, no lo eran en sensu stricto. Nos referimos a la propaganda, al mantenimiento del estatus, a la gloria y la fama póstuma, además de formar parte de una bien calculada estrategia militar (Bueno, 2009a, p. 19).

Figura 4. Códice Mendoza, folio 65r

¿Qué carácter tenía el ejército azteca? A pesar de que los datos son escasos y no nos hablan de ejércitos profesionales como en la actualidad, lo militar permeaba toda la sociedad (Bueno, 2007). Pero el establecimiento de un sistema militar meritocrático permitía disponer de un contingente de fuerzas mucho mayor que el de sociedades más exclusivas y contar así como un ejército más numeroso.
La formación militar era obligatoria para todos los hombres, tanto los plebeyos como los nobles. El Estado financiaban escuelas militares a las que todos los jóvenes aztecas debían acudir para recibir preparación física y aprender las destrezas del arte de la guerra, el uso de armas, y aprendían canticos y rituales de batalla. El entrenamiento era sumamente duro, pues debían estar preparados para la adversidad y recibían pocas raciones.
Los novatos hacían su primera incursión en el campo de batalla bajo la supervisión de un guerrero experimentado, primero acarreando los pertrechos y poco a poco interviniendo en la captura de prisioneros durante las guerras floridas (Bueno, 2009a, pp. 13-14).
Los nobles tenían una preparación especial. Estudiaban en el calmecac y terminaban su formación en el telpochcalli. La primera era una escuela para oficiales y en la segunda recibían la formación física, aprendían el manejo de las armas y las técnicas del combate cuerpo a cuerpo (Bueno, 2009a, p. 14).
Si bien todos los estamentos de la sociedad debían prestar su servicio, existían marcadas diferencias sociales, y los guerreros no podían ascender más allá de lo que estuviera contemplado de acuerdo con su categoría.  Aunque, las acciones de los plebeyos eran recompensadas, el ejército limitaba para los nobles ciertos puestos y el acceso a las exclusivas sociedades militares. Este sistema de promoción era el mismo para ambos, aunque los de los nobles podían seguir ascendiendo y gozar de varios privilegios. Los ascensos se obtenían por méritos en la batalla, especialmente por el número de enemigos que se capturaban, si se hacían solo o entre varios y también contaba el rango que tuviera el prendido, así como el lugar de origen (Bueno, 2009a, p. 15).
El ascenso en el complejo mundo militar no se circunscribía al reparto de mandos y condecoraciones, sino que antes había que dilucidar complicados aspectos como la autoría de las capturas, entre cuantos se habían hecho, la procedencia de los prisioneros, todo ello se llevaba a cabo en los tribunales militares y se aplicaban las rígidas leyes que permitían, más tarde, honrar a cada valiente de acuerdo a derecho, en solemnes y magníficas fiestas públicas donde se les recompensaban con valiosísimos trajes militares, insignias y ornamentos, procedentes de todos los rincones del imperio (Bueno, 2009a, p. 16).
Figura 5. guerrero jaguar u ocelot con macuáuitl y chimalli

Los ejércitos aztecas contaban con un alto nivel de organización y ordenamiento para el combate. Los hombres estaban divididos en escuadrones de 200 a 400 guerreros comandados por un capitán, el cual llevaba una gran bandera en la espalda para poder distinguirse en el campo de batalla.
El máximo jefe del Estado era el tlatoani, y casi a su nivel estaba el cihuacoatl que compartía con él las tareas de gobierno. El tlacochcálcatl y el tlacatéccatl eran grandes generales, cuyas funciones incluían el asesorar al tlatoani en cuestiones de gobierno y declaraciones de guerra, presidir los tribunales militares, gobernar las guarniciones que el imperio establecía en las zonas fronterizas y, por supuesto, encabezar y dirigir las campañas militares. Existe mucha dificultad para discernir con claridad la cadena de mando en el ejército azteca. Bueno (2009a) considera que:
El tlacochcálcatl tenía mayor responsabilidad, ya que custodiaba la armería y, además, tras la victoria contra los tepanecas, cuando los aztecas repartieron dignidades y recompensas, a Tlacaelel le otorgaron este nombramiento y a Moctezuma Ilhuicamina el de tlacatéccatl, y es sabido que en esa época Tlacaelel tenía más peso político que Moctezuma I en el gobierno de Itzcoatl. Incluso, cabe la posibilidad de que igual que en el gobierno el tlatoani y el cihuacoatl casi estaban equiparados, hay quien habla de gobierno par, quizás ese reflejo dual también se repitiera en el ámbito militar, con los cargos del tlacochcálcatl y del tlacatéccatl. (p. 14)
La declaración de la guerra correspondía al gobernante o tlatoani, que, tras haberse reunido con su Consejo, enviaba mensajeros a la provincia objetivo para avisar de sus intenciones hostiles. Ésta tenía dos opciones: quedar bajo la órbita mexica sin luchar y aceptar, por la vía diplomática, la imposición del tributo o recoger el guante y combatir. En este caso el tlatoani hacía un llamamiento público a los barrios o calpulli que tenían sus escuadrones listos para la batalla (Bueno, 2009b, p. 186).
Uniformes y órdenes
El nombre genérico para designar al traje que usaban en la batalla era tlahuiztli. Al ascender por mérito, se les permitía utilizar en la batalla una ichcahuipilli o armadura de algodón y una coleta con un mechón recogido en la coronilla. Esta prenda protectora tenía la gran ventaja de ser ligero, lo que permitía una mayor movilidad en el combate mientras protegía al guerrero de buena parte de los proyectiles, flechas y armas de contusión (Cervera, 2008)
Las ordenanzas dictadas por Moctezuma I establecían la distinción de los combatientes mediante el uso de trajes, insignias, emblemas, armas y peinados correspondientes a determinado tipo de guerrero. Estas divisiones podían responder a los distintos grados, las unidades tácticas, o incluso la filiación étnica. Los trajes de los nobles estaban elaborados con materiales costosos y exclusivos que los plebeyos no podían utilizar, principalmente plumas. El infringir estas normas era castigado con la muerte (Bueno, 2012).
Dentro de la jerarquizada estructura militar mexica, existían diversas clasificaciones que reflejaban en buena medida el status social de los combatientes a partir de su procedencia y los méritos que hubiesen obtenido en las batallas. Cada orden militar contaba con una indumentaria particular que aludía a atributos y a símbolos de ciertos dioses, y en muchos casos estaban basados en animales totémicos representativos que conferían sus cualidades a los guerreros. Estos trajes se colocaban encima de la armadura de algodón que, junto a los impresionantes penachos de plumas sobre la cabeza, les proporcionaba una imagen formidable frente al enemigo. Entre las órdenes más importantes se encuentran la de los guerreros águila o cuautli; los guerreros jaguar u océlotl; coyotes, otomíes, entre otros. Disfrutaban de exenciones fiscales y otros privilegios (Bueno, 2009a, pp. 17-18).
Entre los nobles también estaban los sacerdotes que, instruidos en el calmecac, formaban parte importante de las tropas imperiales. Encabezaban la marcha del ejército, portando las imágenes de los dioses protectores,  pero no solo se limitaban a eso,  sino que peleaban en las batallas y ascendían en el escalafón al demostrar su pericia en el combate,  aunque  al  parecer  necesitaban más méritos que el resto de los guerreros nobles para obtener los mismos grados. También eran los encargados de «apresar» a los dioses de los pueblos vencidos, para ubicarlos en el templo que se había construido en Tenochtitlán para este efecto (Bueno, 2009a, p. 15).
Figura 6. Códice Mendoza, folio 20r
Figura 7. Códice Mendoza, folio 20r

Como es sabido, ninguna otra cultura o pueblo desarrolló en Mesoamérica un aparato militar tan amplio y extenso como el del Imperio Azteca, el cual demandaba entre otras cosas de toda una logística diseñada para mantenerlo operativo y en adecuado funcionamiento. Para hacernos una idea de la magnitud que debió tener este ejército, de la población total de Tenochtitlán de cerca de 200 000 habitantes, un 6% formaba parte del ejército regular, o sea, un aproximado de entre 20 000 y 8 000 guerreros (Cervera, 2008).
El avituallamiento de esta fuerza combativa ciertamente representaba toda una proeza. Este sistema de aprovisionamiento era mantenido en base al enorme sistema tributario establecido por el imperio que integraba 19 provincias, de manera que pudiera suministrar elementos fundamentales como alimentación y armamento. Ya fuera a través de la redistribución de la producción captada como tributo interno del Estado por un lado, o por el tributo de las provincias sometidas que debían entregarlo a las fuerzas al pasar por ellas en su desplazamiento (Cervera, 2008).
Con respecto a la dieta de los soldados, ésta debía aportar la cuota energética necesaria para la exigencia de la actividad física durante las campañas y permitir el desarrollo de las habilidades guerreras. Es por eso que se basaba más que nada en alimentos como la tortilla tostada, un alimento fácil de transportar y rico en carbohidratos, que brindaba suficiente energía para largas travesías. Según Hassig, el avance promedio de un ejército era de 20 kilómetros diarios.
Las comunicaciones resultan de vital importancia en la operatividad y efectividad de una fuerza de combate, y la limitación de las mismas reduce su capacidad de acción. Diversos tipos de señalizaciones eran usados para tales fines. Medios visuales como el humo generalmente anunciaban una situación de guerra o la aproximación de un ejército. En el campo de batalla, podían hacerse señales de humo previamente establecidas para iniciar ataques coordinados (Hassig, 1988, pp. 95-96).
También usaban el sonido como los gritos y silbidos de los guerreros, así como el producido por instrumentos como tambores y trompetas usadas por los líderes para inicial o interrumpir un ataque. Cuando disminuía la efectividad de las órdenes audibles debido a la distancia o al ruido de la batalla, se usaba el fuego.
Aunque los estandartes parecen preceder a los aztecas, la innovación por parte de estos radicaría en la forma de su uso como elemento de señalización durante la lucha. Los estandartes cuachpantli eran llevados por los líderes de unidades para conducir a sus tropas en la batalla. La muerte de su portador o su captura podía producir la retirada de la unidad al perder su medio de comunicación y distinción. La pérdida de conducción y dirección ofrece una explicación más práctica, a diferencia de las interpretaciones que atribuían esto a que los indígenas lo consideraban como un mal presagio.
También podían matar a un dirigente enemigo para descabezar al enemigo y así despojarle de conducción y liderazgo, lo que generaba el repliegue de la unidad. Esta acción que era malinterpretada por los conquistadores, quienes creían que los indios percibían esto como una señal de mal augurio. Sin embargo, razones de carácter táctico parecen explicar mejor este comportamiento, pues al no poder distinguirse la unidad en medio del campo de batalla, pierde su conexión con el alto mando y puede verse en la situación comprometedora.
En este aspecto, el manejo de estos medios de comunicación y señalización permitió a los aztecas lograron un nivel notable de planificación y control coordinado en el desplazamiento de sus tropas. Este complejo manejo de sus fuerzas le permitía dividirlas en unidades menores y atacar simultáneamente un objetivo, o atacar varios objetivos dispersos (Hassig, 1988, pp. 95-96).
La poliorcética se refiere a la construcción, enfrentamiento y protección de fortalezas y edificaciones fortificadas. Éstas buscan el contribuir a la defensa de una posición determinada, empleadas comúnmente por asentamientos pequeños cuya fuerza limitada no permite emprender campañas ofensivas contra sus rivales más poderosos. Lo que se busca es contener o reducir el esfuerzo de una fuerza atacante, favoreciendo a los defensores que pueden ser numéricamente menores. Esto produce que los atacantes se vean en la necesidad de emplear una fuerza proporcionalmente mayor para sobrepasar las defensas y a sus ocupantes.
Pero también las fortificaciones tienen otros empleos además de la defensa, como el establecer puntos desde los cuales se puede desplegar guarniciones en un área determinada. Dependiendo de las circunstancias y propósitos, podían emplearse tanto para fines ofensivos como defensivos por los diferentes pueblos de Mesoamérica en función de su situación, dimensiones y propósitos geopolíticos. Estas consideraciones son necesarias para poder entender su uso y función; esfuerzo que requiere estudiar no solo las edificaciones en sí mismas, sino dentro de su contexto.
Su uso se ha dado a lo largo de la práctica de la guerra en Mesoamérica. Las fortificaciones permanentes más tempranas surgieron en las Tierras Bajas Mayas entre 800 y 400 a.C. Los zapotecos de Monte Albán, Oaxaca (y posteriormente lugares más grandes, como Xochicalco, Morelos) construyeron fortificaciones levantando muros y modificaciones parciales del terreno para contar con punto desde el cual enviar fuerzas para el dominio y consolidación de su imperio, más que para fines defensivos (Hassig, 2007, p. 38).
Sin embargo, este patrón de conquista sería posteriormente dejado de lado. Según Hassig (1988): “Los sistemas políticos basados en centros fortificados son inherentemente limitados en tamaño y poder y, a pesar de que las defensas contribuyen a su fuerza, estos sistemas son estáticos y no pueden ajustarse rápidamente a nuevas amenazas” (p. 167). Imperios más grandes como Teotihuacán no recurrían a las fortificaciones en tanto eran consideradas innecesarias, sino más bien a su enormidad y poderío para ejercer el dominio sobre los pueblos sometidos. Esta ausencia de construcciones con fines militares llevaba a la interpretación errónea de esta época como pacífica, cuando en realidad muestra una tendencia de la forma cómo se ejercía el dominio, junto con la destrucción de fortificaciones dentro de su área de control que pudiesen convertirse en un obstáculo. La proliferación de ciudades fortificadas sobre cimas elevadas vino a partir del fin de su hegemonía (Hassig, 2007, p. 38).
Las características y dimensiones variaban considerablemente dependiendo de la locación y de la estrategia defensiva. Algunas ciudades poseían muros circundantes, a veces altos y a manera de anillos concéntricos que podían ser construidos en tiempos en los que no había lucha. En otros casos, se hacían construcciones defensivas cuando surgía una amenaza; o, a pesar de estar desprotegidas, tenían estructuras fortificadas como los templos principales y sus precintos adyacentes (Hassig, 1988, p. 106). Durante el Posclásico, en el centro de México, las fortificaciones urbanas no eran usuales. Esta ausencia, según Hassig (1988), se debe a consideraciones no tácticas. Además de representar un gran esfuerzo defender un perímetro extenso, sumado al desarrollo de contramedidas por parte de los aztecas, la principal razón sería el aislamiento de sus campos de cultivo y almacenes que resultan vulnerables. Así, una defensa estática la privaba de estos elementos vitales para la manutención de la ciudad, a diferencia de una defensa activa (p. 109).
También existían las fortalezas, ubicadas en la cima de colinas, lo que les permitía aprovechar la altura como un obstáculo natural y dificultar el acceso. Se usaban tácticas como arrojar piedras grandes por las pendientes. A pesar de estar asociadas a una ciudad, edificaciones construidas separadas de éstas y no podían involucrarse directamente en su protección. Aun así, podían convertirse en refugios para la población; además de alojar guerreros adicionales. Cuando la batalla campal resultaba desfavorable, las fuerzas defensoras podían optar por resguardarse en sus fortificaciones.
De producirse esto, una fuerza atacante puede intentar irrumpir en la fortaleza; escalarla (lo cual era inusual); o sitiarla. Si el ataque resultaba muy costoso y dificultoso, se podía preparar una larga campaña de asedio, siempre que se contara con los medios y suministros para mantenerla. Esta alternativa al enfrentamiento directo busca mermar el sostenimiento de la resistencia. La duración, el costo, la logística y otros factores distintos a la habilidad militar son los que influyen en el resultado de un sitio.
Si el lugar situado no estaba preparado para asedios prolongados, podía llegar a ceder al agotamiento mediante el desgaste y la falta de alimentos. Para esto, debían aislar los lugares sitiados de cualquier apoyo o aprovisionamiento externo. Los esfuerzos incluían el destinar unidades para poblados circundantes para evitar que auxiliaran o apoyaran al enemigo. Esto con el fin de extenuar las condiciones al interior y conseguir la rendición de las fortalezas. Y en caso de no poder lograr revertir la derrota, tratar de negociar condiciones menos perjudiciales con los vencedores.
Las tácticas de asalto a posiciones fortificadas iban desde la construcción de escaleras para escalar los muros; así como derrumbarlos usando implementos para cavar. El armamento empleado era el usado normalmente en combate, ya que no existían grandes maquinas de asedio. Los proyectiles resultaban de gran utilidad al poder lanzarse por encima de los muros; así como flechas con fuego para incendiar el interior de las fortificaciones. Sin embargo, podía darse el caso de no poder mantener el asedio; así como la amenaza de ser atacados por refuerzos enemigos.
Las ciudades costeras o ribereñas han integrado dentro de su desarrollo el medio acuático para su sostenimiento y obtención de recursos. Es de suponerse también que su aprovechamiento para la lucha se ha venido dando de tiempo atrás (Bueno, 2005, p. 200). Si bien no se puede aseverar que hubiera una separación clara entre fuerzas de tierra y una flota, se puede apreciar que hubo un manejo de la guerra naval, pues ésta requería de una formación y adiestramiento especializado. Esto implicaba la realización de acciones coordinadas que combinaba el uso de infantería con unidades lacustres.
Durante la época de los aztecas, al estar ubicada Tenochtitlán en medio del lago Texcoco, el empleo del medio lacustre estuvo contemplado en su defensa, así como en la proyección de su fuerza en el entorno circundante. Las calzadas que interconectaban la ciudad y la conectaban con tierra firme constituían los únicos medios de acceso, de forma que el lago se convertía en una suerte de barrera natural que junto con la inhabilitación de las calzadas lograba aislar la capital. Esta condición geográfica le otorgaba una ventaja notoria frente a otras ciudades, pues ponía a la ciudad fuera del alcance de una fuerza invasora que no dispusiera de los medios para sortear este obstáculo, además que el lago ofrecía un medio para el desplazamiento veloz de fuerzas donde se requiriera su accionar (Bueno, 2005, p. 203).
Además, una flota enorme de canoas formaba parte de la defensa, pues permitía el traslado rápido de los guerreros. Desde estas plataformas móviles, podían maniobrar y atacar a los hostiles arrojando proyectiles diversos. Algunas canoas contaban con parapetos para proteger a los guerreros mientras estos disparaban desde flechas hasta hondas. Entre las medidas empleadas en las luchas navales se daba el uso de trampas ocultas en el agua para incapacitar las embarcaciones enemigas. Otras tácticas incluían el emprender retiradas para engañar al enemigo y atraerlo a una posición para luego atacarlos.
Asimismo, además de propósitos defensivos, permitía la proyección de las fuerzas en otros lugares, cuando lo usual era el empleo de tlamemes para cargar los pertrechos y el equipamiento en una contienda terrestre (Hassig, 1988, p. 133). De esta forma, el uso de una flota de canoas tenía también una aplicación para el transporte de hombres y recursos, además de proveer del apoyo logístico y material para una campaña.

Conclusiones
1.   El desarrollo de la guerra en la antigua Mesoamérica responde a la complejidad de su formación cultural. A través de su práctica, se produce la expansión de los Estados y la consolidación de su dominio sobre el territorio, así como la integración de Mesoamérica como una región cultural. Los grandes imperios de la región lograrán constituirse a partir de la ocupación y sometimiento de sus vecinos para el establecimiento de su hegemonía política y económica.
2.    En sociedades como la azteca, la guerra va a adquirir un carácter religioso muy marcado, el cual se va a ver reflejado en la ritualidad y suntuosidad de la actividad guerrera. La configuración de su cosmovisión contemplaba la guerra como un acto sacralizado, en concordancia con el accionar de sus divinidades. Sin embargo, si bien la religión va a conformar el principal elemento justificativo, no constituye de por sí la razón que motiva la guerra, en la que siempre intervienen factores políticos, económicos, sociales y culturales para su decisión.
3.    La principal actividad de la sociedad mexica era la guerra, y ésta era promovida por el estado. Desde los plebeyos hasta los nobles debían recibir formación militar. La estructura militar estaba marcada por la diferenciación social y también constituía un mecanismo de ascenso social para lo cual recibían retribuciones y promociones a partir de sus méritos en combate. Sociedades de tipo meritocrático podían concentrar una fuerza bélica más cuantiosa, lo cual les permitió expandirse y conquistar grandes áreas y así asegurarse recursos de los que carecía.
4.    La falta de distinción entre las guerras conocidas como floridas y las de conquista contribuye a una imagen distorsionada que debe ser aclarada profundizando en un desarrollo más amplio sobre el estudio de los aspectos militares en Mesoamérica. Sin embargo, esta modalidad de enfrentamiento ritual con el tiempo va a pasar a servir a los intereses de conquista al ser aprovechada por los aztecas como un medio para la consecución de sus intereses geopolíticos.
5.   La eficacia de su aparato militar y capacidad organizativa permitió que los aztecas lograran establecer su supremacía más allá de su territorio. Su efectividad, aprovechamiento táctico y estratégico, el factor tecnológico y adaptabilidad contradicen las suposiciones que perciben a la sociedad mexica como atrasada y limitada por sus creencias religiosas. Esto no significa que estuvieran exentos de reveses o derrotas, pues mantenían conflictos con enemigos tenaces y capaces de resistir la presión de sus contendientes.

Referencias
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